Literarura Museo

La ruta de mis libros

Quienes tienen el hábito de la lectura, ¿se han detenido a pensar cómo llega cada libro a sus manos? Esa fue una de las reflexiones que surgieron en una sesión del Círculo de Lectura de Lunabrí, al que pertenezco. A partir de ella, hice un recorrido por la forma en que algunos libros llegaron a mi vida, y cómo cada uno marcó una etapa.
Integrantes del Círculo de Lectura Lunabrí

Mi gusto por ojear, oler y leer libros comenzó con uno que tenía mi abuela sobre Walt Disney. Tenía apenas cuatro años cuando descubrí sus páginas llenas de fotografías del parque de diversiones y bocetos de los dibujantes de La Bella Durmiente y Alicia en el País de las Maravillas.

En casa, mis padres nos regalaron a mis hermanos y a mí unos pequeños libros: Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn, ambos de Mark Twain. A eso habría que sumar las tiras cómicas dominicales del periódico Excélsior, donde conocí y le juré amor eterno a Mafalda.

Los cuentos de Hans Christian Andersen —Pulgarcita, La caja de yesca, Los zapatos rojos y La pequeña vendedora de fósforos— los recuerdo vagamente, aunque sé que los leí en segundo de primaria, en un volumen de la colección “Sepan Cuantos” de Porrúa, con letra diminuta y sin ilustraciones.

Más adelante, en la escuela, llegaron La isla del tesoro y Secuestrado, de Robert Louis Stevenson. También conocí a las hermanas Brontë: a Charlotte con Jane Eyre y a Emily con Cumbres borrascosas, junto con Triptofanito y su viaje fantástico por el cuerpo humano, de Julio Frenk.

Tenía unos diez años cuando encontré una biografía de Juana de Castilla, mejor conocida como Juana la Loca, en una caja de zapatos dentro del ropero de mi abuela paterna. Me impactaron dos cosas: que Juana consideraba pecado el placer de bañarse con agua caliente, y que era madre del Rey Carlos V, quien —para mi sorpresa— no era solo el nombre de un chocolate.

En la secundaria llegó la literatura mexicana. Con Los relámpagos de agosto, Jorge Ibargüengoitia se convirtió en uno de mis autores favoritos. Leí casi toda su obra: Las muertas, Instrucciones para vivir en México, La ley de Herodes, entre otras. A la par, descubrí la poesía de Margarita Paz Paredes. Mi favorita: Es viernes y pienso en ti, del libro Litoral del tiempo.

Por esos años también leí La Ilíada y La Odisea, de Homero, obras que más adelante me ayudarían a comprender a Platón y Aristóteles.

La preparatoria trajo aún más literatura. Leí Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; el Génesis de la Biblia; y Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta, recién publicado y puesto en nuestras manos por el profesor de literatura mexicana.

Ese fue el primer libro que no solté hasta terminarlo. Desde entonces, leer se volvió más que un hábito: una forma de vida. Siempre ando con un libro en la bolsa, visitando librerías y fascinándome en las bibliotecas.

El cine me llevó a Milan Kundera. La insoportable levedad del ser me atrapó en pantalla, y luego me llevó al libro. Aunque la película ya había puesto rostros a los personajes, el texto me entregó otros nuevos. Desde entonces, leo y releo su obra.

Durante mucho tiempo dejé de lado los libros de superación personal y aquellos que prometen atajos para entender la vida sin vivirla. Sin embargo, hubo dos títulos que, si los hubiera leído a principios de mis veinte, me habrían dado cierta claridad: ¿Quién se ha llevado mi queso?, de Spencer Johnson, y Padre rico, padre pobre, de Robert Kiyosaki y Sharon Lechter. Llegaron tarde, pero llegaron.

También he hallado joyas en librerías de viejo o en libros desechados por otras bibliotecas, especialmente si se trata de filosofía o biografías. Esos, los atesoro como reliquias.

Otro libro que marcó mis caminos —los vividos y los que vendrán— fue El manual del ciudadano contemporáneo, de Ikram Antaki. Lo tomé prestado de la biblioteca de mi madre, aunque confieso que nunca lo devolví. Bastó leer la introducción para saber que ese libro tenía que ser mío.

Podría seguir escribiendo sobre los muchos —o pocos— libros que he leído, pero el espacio es limitado. Este ejercicio, sin embargo, me ha permitido atesorar las lecturas pasadas y entusiasmarme por las que están por venir.

Y si algo puedo afirmar con certeza es que pertenecer a un círculo de lectura permite releer un libro varias veces… sin volver a pasar los ojos por sus páginas.
Lorena González Boscó, es integrante del Círculo de Lectura de Lunabrí que se reúne cada 15 días en alguna cafetería de Mérida o de manera virtual con lectoras de México y otras partes del mundo.

Puedes conocer más sobre Lunabrí en esta nota que hizo Vive Mérida, periodismo ciudadano:

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